El Fin de la Expansión
Se propició el resurgimiento del capitalismo más agresivo. Los resultados principales fueron:
- El cambio de prioridad de las políticas económicas, que abandonaron la defensa del pleno empleo para volver a la ortodoxia monetaria, con la finalidad de frenar la inflación y los déficits fiscales y de balanza de pagos.
- La erosión interna y externa del Estado del Bienestar.
- La globalización de las finanzas y su predominio sobre la economía mundial.
La crisis supuso una fuerte disminución en el ritmo de crecimiento y una caída de las tasas de inversión, de la productividad y del comercio internacional, así como un incremento del desempleo y de la inflación. Es lo que se conoce como estancamiento económico (acompañado de mantenimiento o incremento del desempleo) e inflación. No se trató de una recesión en el sentido de retroceso del PIB. Las tasas de crecimiento fueron inferiores a las de la Época Dorada, aunque superiores a las de cualquier otra etapa anterior.
La crisis del petróleo pone de manifiesto desajustes estructurales
Como consecuencia de la guerra entre Israel y los países árabes, estos tomaron represalias contra los países occidentales favorables a Israel, multiplicando por tres el precio del petróleo. La economía entró en crisis. Sin embargo, como en toda crisis, el impacto del alza del precio del petróleo no era más que la constatación de unos desajustes estructurales que hacía tiempo dificultaban el buen comportamiento de la economía mundial.
El agotamiento de las bases del crecimiento de la Época Dorada
Los elementos que habían impulsado el crecimiento desde la posguerra en Europa y Japón habían agotado gran parte de su potencial.
El resultado fue una reducción del incremento de la productividad y una disminución de los beneficios. La productividad del capital era descendente en gran parte de los países avanzados. Las tasas de beneficio de los principales países capitalistas empezaron a caer en los años sesenta: la tasa más elevada la obtuvieron en 1960 el conjunto de los cuatro países europeos principales; en 1965, la obtuvo EE. UU. y la media de los países del G-7; y Japón, en 1970. Las razones hay que buscarlas en el aumento de los costes de producción y en la disminución de los márgenes comerciales. El resultado fue la caída de las tasas de inversión y una disminución relativa del comercio exterior.
Los costes de producción habían crecido por el aumento de los salarios. Los salarios bajos, resultado de una oferta elástica de mano de obra y del recuerdo del desempleo en la época de la Depresión, experimentaron fuertes presiones al alza a finales de los años sesenta a causa de la lucha de los trabajadores por mantener y aumentar su poder adquisitivo.
Marglin y Schor cifran la caída de los márgenes de beneficio en cerca de una cuarta parte, tanto en EE. UU. como en Europa y Japón, a causa de la disminución de la productividad de los factores, el aumento de la competencia y una relativa saturación del mercado. Resultaba difícil vender y, si se lograba, era a costa de márgenes de beneficio inferiores. La liberalización comercial y financiera y la caída de los costes de transporte comportaban un aumento muy fuerte de la competencia, con productos que alcanzaban precios muy inferiores porque procedían de países con salarios bajos.
Este conjunto de cambios provocó un descenso de las inversiones en los países occidentales y la consiguiente reducción del ritmo de crecimiento, tanto en la demanda como en la oferta agregadas.
Problemas del liderazgo estadounidense y fin del sistema de Bretton Woods
Las innovaciones logradas eran escasas, y la investigación civil podría haberlas obtenido a un coste mucho más bajo. El resultado era que, a pesar de que la balanza comercial de EE. UU. fue siempre positiva, su crecimiento nunca pudo equilibrar las fuertes salidas de capital privado y público.
En los años setenta, EE. UU. no generaba suficientes innovaciones. Su mercado se veía invadido por productos de importación más baratos, como los automóviles o los electrodomésticos japoneses.
El 15 de agosto de 1971, el presidente de EE. UU., Richard Nixon, anunciaba la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro y, por lo tanto, el fin del sistema de Bretton Woods en la práctica. A partir de este momento, dejaría de existir un sistema monetario organizado. Las monedas flotaban en los mercados internacionales y la relación entre estas se basaba en su cotización relativa; el dólar mantenía su papel de moneda de referencia.
El abandono de la convertibilidad dio a EE. UU. una mayor capacidad de maniobra sobre su economía. Continuaba siendo la principal moneda de referencia y, sin la constricción de la convertibilidad, EE. UU. pudo monetizar tranquilamente su deuda mediante la emisión de dólares. Una gran parte de estos circulaba en el exterior del país, de modo que generaba inflación. La inflación se traducía en un desenfreno crediticio y en una caída de los salarios reales y de la demanda. Los intentos de estabilizar la producción con políticas de demanda agregada conducían a una espiral inflacionista de aumento de precios y aumento de salarios.
El impacto del aumento del precio del petróleo y de otros productos primarios tuvo un efecto multiplicador.
El círculo vicioso: la estagflación
El aumento del precio del petróleo, además de la presión de los países árabes contra los aliados de Israel, tenía como finalidad recuperar el valor adquisitivo de las exportaciones, deteriorado por el descenso de las relaciones de intercambio entre los productos primarios y los productos manufacturados. El alza de precios de los productos primarios y de la energía se transmitió a los productos industriales, de modo que en 1978 hubo un segundo aumento del precio del petróleo.
El encarecimiento del petróleo aceleró la inflación en Europa y Japón, dos economías que dependían mucho de las importaciones de productos energéticos.
La crisis de los años setenta no fue una crisis de crecimiento, sino una crisis de encarecimiento de la oferta y de caída de la rentabilidad empresarial. La oferta se encareció debido a la superposición del incremento de los precios del petróleo y de las materias primas a los aumentos anteriores de los costes de producción; la disminución de la masa salarial real provocó la disminución de la demanda. El aumento de costes y la caída de la demanda y de los beneficios provocaron la quiebra de muchas empresas y un incremento del desempleo. Se produjo así un estancamiento económico, un aumento del desempleo e inflación, es decir, estagflación.
Entre 1974 y 1984, el desempleo en Europa fue más elevado que durante la Gran Depresión de los años treinta.
Otra consecuencia negativa del encarecimiento del petróleo fue la redistribución de la riqueza mundial a favor de países que, como los árabes, tenían una baja propensión al gasto, de modo que el aumento de su demanda exterior no compensó el descenso de la demanda interior en los países importadores.
La salida de la crisis se intentó manteniendo el instrumental keynesiano de la Época Dorada, es decir, la defensa de la demanda y del empleo mediante políticas de asistencia social para los trabajadores y de crédito fácil para las empresas. El alza de los salarios para compensar el descenso de los salarios reales producía más inflación y menos competitividad. En 1980, las altas tasas de inflación coexistieron con tasas descendentes de crecimiento y empleo. Las políticas keynesianas no lograban ni detener el aumento del desempleo, ni recuperar la demanda ni los beneficios empresariales.
Las respuestas ante la crisis
La recuperación a largo plazo dependía especialmente de la difusión de nuevas innovaciones técnicas.
Cambios de política económica
Tras la segunda crisis energética (1978), las políticas económicas se centraron en la lucha contra la inflación a partir de restricciones de la oferta monetaria, aumento de los impuestos, restricción de las prestaciones sociales y desregulación de la economía.
En la segunda mitad de los ochenta, se tomaron medidas de desregulación financiera y de reducción del impuesto sobre la renta, sustituido por impuestos indirectos. La finalidad era impulsar el ahorro para incentivar la inversión y la creación de puestos de trabajo. Se introdujeron políticas antimonopolísticas y de privatización de empresas públicas.
EE. UU. y Japón permitieron la libre flotación de sus monedas; los países en vías de desarrollo intentaron mantener las cotizaciones mediante el control de capitales. El fracaso de esos intentos llevó a la unificación monetaria europea y la creación del Banco Central Europeo (BCE) como gestor monetario único.
También se podría considerar que los criterios de convergencia eran una ayuda de la UE a los gobiernos de los diferentes países, que podían así imponer medidas que a los gobiernos de cada país les habría resultado difícil imponer individualmente debido al alto coste electoral.
Se impuso una tendencia a la liberalización y a la fluctuación monetaria. La flotación monetaria funcionó mucho mejor de lo que se esperaba. Las medidas fueron tanto de tipo monetario como de tipo fiscal.
Por regla general, lograron que la inflación disminuyera, además de controlar los déficits presupuestarios y de balanza de pagos.
En Europa Occidental, los resultados fueron una mayor desigualdad social y un crecimiento escaso de la demanda, lo que llevó a que las empresas presentaran sobreproducción y estancamiento de la inversión, altos índices de desempleo y una fuerte especulación bursátil.
El cambio de coyuntura económica comportó un aumento del empobrecimiento de los países del Tercer Mundo, afligidos por déficits en sus balanzas de pagos y, en especial, por la deuda contraída en la etapa anterior. Estos países solo podían aliviar su situación aceptando la ayuda del FMI, condicionada a políticas liberalizadoras y desreguladoras que implicaban graves dificultades para la mayoría de la población.
La crisis del Estado del Bienestar
La adopción de medidas monetaristas significaba abandonar los objetivos de pleno empleo y la pretensión de mantener la renta real de los trabajadores. Imponer medidas de flexibilidad laboral exigía el debilitamiento de los sindicatos, ya afectados por la disminución del número de afiliados a causa del desempleo y de la defección de parte de los trabajadores. Las asociaciones patronales y los gobiernos acusaban a los sindicatos de ser causantes del aumento del desempleo, en la medida en que solo se preocupaban de los trabajadores en activo, dejando de lado a los desempleados. El resultado fue un mercado de trabajo dual: protegido para los trabajadores existentes o aquellos que la empresa debía conservar, y desregulado para el resto. La regulación y las prestaciones sociales eran mucho menos importantes en EE. UU. y en Japón, y la trayectoria económica de estos países no fue muy diferente a la europea.
En Europa, especialmente en los sectores que continuaban siendo intensivos en trabajo, se produjeron desplazamientos de la producción hacia países con menor regulación y costes salariales más bajos: fue el gran momento de crecimiento de los Tigres Asiáticos.
Innovaciones técnicas
Las mejoras tenían que proceder principalmente de la adopción de innovaciones técnicas. Estas fueron importantes en dos campos:
- El ahorro de energía, con la adopción de maquinaria con más eficiencia energética, es decir, con una mejor relación entre la energía utilizada y la energía obtenida. Ello ha permitido que el aumento del consumo de energía posterior a 1973 haya sido muy inferior al aumento del PIB. El avance en este campo fue muy evidente en el sector del automóvil.
- La disminución de los costes salariales, a través de la adopción de maquinaria y de procesos que ahorran trabajo, es decir, la sustitución del hombre por la máquina en muchos procesos.
El avance tecnológico más importante se ha dado en la computación y en las telecomunicaciones.
Estas innovaciones aún no han logrado un aumento de la productividad lo suficientemente fuerte como para generar una transformación profunda de la economía.
Un crecimiento sincopado y desigual
En los países occidentales, los años posteriores a 1973 son años de crecimiento, si bien más lento y desigual. Durante estos mismos años se ha producido, por una parte, la caída de los países comunistas y, por otra, el gran crecimiento de los nuevos países industriales asiáticos. Para los países comunistas, fue una profunda recesión que acabó con el sistema. A partir de 1998, las economías de planificación centralizada fueron prácticamente abandonadas y se inició un difícil retorno a la economía de mercado.
Los años setenta se caracterizan en los países industrializados por un crecimiento escaso, con tasas de crecimiento decrecientes y por un fuerte aumento del desempleo y de los precios. La segunda crisis del petróleo (1978), consecuencia de la disminución de la oferta provocada por la Revolución Iraní, aumentó el precio del petróleo. A partir de 1981, las tasas de crecimiento del PIB fueron ascendentes, mientras que la inflación cayó rápidamente; aunque los índices de desempleo se mantuvieron altos, la recuperación no sería de larga duración.
En los años setenta, en EE. UU., el crecimiento del PIB per cápita y el británico eran los más bajos de entre todos los países industrializados. Aunque la economía estadounidense hacía un uso más intensivo del factor trabajo y presentaba una inflación menor, a partir de 1982 creció más que los otros países industrializados.
Japón experimentó, después de la crisis de 1973, un crecimiento superior al de los países occidentales. Este crecimiento se debió al mantenimiento de elevadas tasas de inversión durante los años setenta y ochenta, pero la restricción de los mercados interior y exterior llevó a una fuerte crisis de sobreproducción en los años 1989-1992.
El modelo japonés ha encontrado imitadores en el Extremo Oriente: los países asiáticos de industrialización reciente (Singapur, Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur). Estos países han pasado por un proceso parecido a la Época Dorada del capitalismo occidental.